martes, 26 de febrero de 2013

Malditos viernes


Sí, señores. Lo hizo. Mejor dicho: lo volvió a hacer. Me volvió a dar el viernes. Y mira que a primera hora de la mañana todo era optimismo. Pero no. El cabreo de los últimos viernes estaba ahí. Buscaba su espacio. Quería protagonismo. Y lo consiguió. Como imaginarán, mi querido libra puso el resto. Era el maldito viernes, tocaba visitar restaurantes.

A pesar de la ruta del bacalao que nos esperaba, yo estaba tranquila. A media semana habíamos ido a ver un restaurante en pleno centro de Barcelona y nos había encantado. Sólo faltaba que la encargada de banquetes del restaurante nos enviara el presupuesto, aunque todo indicaba que se iba a ajustar a nuestras demandas.

Maromo, como buen libra indeciso, siguió buscando. Y quién busca, encuentra. Y encontró una masía, preciosa sí, pero a tomar por culo de la civilización barcelonesa. Exactamente a una hora. Mi cabeza se negó. “Muy lejos”, le dije a mi futuro marido. No crean que ese fue el único argumento, pero sí el más importante. Creí haberlo convencido. Ilusa…

Fuimos a comer, como cada viernes, a casa de su madre. Allí estaban los dos hermanos de Maromo, que compinchados con él (los muy traidores), trataron de convencerme sobre la normalidad de celebrar la boda en el quinto coño de Cataluña. Una, que detectó la estrategia, los escuchaba atentamente aunque tuviera muy claro que no iba a hacer ni puñetero caso. Maromo, que conoce a su futura mujer a la perfección, puso en sobreaviso a sus hermanos de que no gastaran saliva, que iba a hacer lo que me saliera de los… cajones.

Dio en el clavo. Pero servidora, que además de la novia es orgullosa, negó la mayor y aceptó ir a ver la dichosa masía. Mi querido libra, que intuía que íbamos a ir a verla para nada porque mi cabeza ya había decidido, dijo que no. Que a tomar por saco. Que pasaba de ir a ver más restaurantes, ni ese ni ningún otro.  “No te pongas así, cariño, llama a la Masía que tanto te gusta para ver si está libre. Si a ti te gusta y está bien… Y si encima tus hermanos dicen que es normal celebrar bodas en el quinto carallo… Pues nada, habrá que verla”, le dije en tono conciliador. “Si no puedes con el enemigo, únete a él”, pensaba para mis adentros.

Y llamó. Y estaba ocupada. Y salté de alegría (internamente, nadie lo notó, no quería hacer leña del árbol caído). Y se enfadó. Porque me conoce e intuía mi alegría (una es expresiva, supongo que alguna sonrisita se me escapó) y porque sabía que me había salido con la mía. Eso fue lo que más le jodió (y nunca lo reconocerá).

Por una vez, todo apuntaba a que me iba a llevar el gato al agua. Y esta vez no se equivocan. El gato se mojó. Mucho. De camino al primer restaurante de la tarde, llamó la encantadora, ésta sí, organizadora de bodas del restaurante del centro de Barcelona. Ése en el que ya había imaginado la boda. Y todo era perfecto. No había ningún error. Dimos media vuelta y nos fuimos, decididos, a firmar el contrato del banquete.

Ahora sí que sí. Habíamos atado, al fin, gran parte de la boda. Teníamos iglesia y restaurante. Y abandonábamos, definitivamente, los malditos viernes. Y lo más importante. Me había salido con la mía, cuestión no menor para una libra, cabezota y con mucho, mucho, orgullo.


miércoles, 13 de febrero de 2013

Han ganado los piscineros


Juro que teníamos esperanza. Lo juro. La teníamos. “Que no cariño, que el hotel no va a perder el pastón que vamos a pagar por el banquete por no cerrar media horita antes la piscina a cuatro parejas de alemanes piscineros”, le insistía yo a mi maromo. Aunque pensándolo bien, él ya me miraba con el ceño fruncido. Así que disculpen, rectifico. La esperanza sólo la conservaba yo. Estaba absolutamente convencida de que en época de crisis un hotel no iba a dejar escapar un suculento banquete para 150 personas.

Como habrán intuido, me equivocaba. Profundamente. Aunque no lo expliqué en el anterior post, la encargada de organizar la boda, en el hotel que no he mencionado por no hundirles el negocio (aunque se lo merecen y mucho, ¿no les parece?), nos tranquilizó, o lo intentó, asegurándonos que consultaría con dirección la posibilidad de cerrar treinta minutos antes la piscina. “No les garantizo que lo consiga, pero haré todo lo posible”, explicaba la dulce wedding planner (perdónenme, en momentos de estrés me pongo de un moderno insoportable). “El martes le llamo y le digo algo”, dijo mirando a los ojos de mi contrariado novio.

Y llegó el martes. Pero no llamó (la muy cobarde). Ni tan siquiera se atrevió a enviarle un e-mail a mi querido libra. Me lo envió a mí. Yo era la blanda del grupo, siempre lo fui, hasta ella lo había notado. No les voy a copiar el desafortunado e-mail, pero venía a decir lo siguiente: lo sentimos mucho, pero no vamos a privar a los citados piscineros de los servicios que han pagado en pleno mes de julio. De todas formas les enviamos el contrato por si todavía les interesa.

Y se quedó tan ancha. ¿Hace falta que les diga dónde acabó el e-mail que contenía el contrato? Por si aún les queda alguna duda, les indico que no fue en la papelera. Fue en la carpeta de SPAM. Me han hecho daño, entiéndanlo. Y ha pasado un día y me sigue doliendo. No me digan ustedes, no es para menos. Los alemanes piscineros con chanclas y calcetines les importan más que una feliz pareja de inocentes casaderos.

Así que no señores, no. No hemos avanzado nada desde la tormenta del pasado viernes. Todo ha empeorado. Y encima han tocado mi orgullo y disparado mi mala leche.

El viernes nos toca maratón de visitas a restaurantes varios. Pero ya se lo aviso. Escoger restaurantes se está convirtiendo en mi peor pesadilla, sueño hasta con ello. Y cada noche, se lo prometo. Por el bienestar de mi salud mental deseo que sólo nos guste uno de los ocho hoteles/restaurantes con los que mi apreciado futuro marido ha tenido a bien contactar. Aunque ya lo sabrán, no está de más recordarlo. Somos libras. Los dos. Indecisos, mucho. Y ahora también con el orgullo tocado por una banda de piscineros con calcetines y chanclas. 

Por todo lo que se me avecina este viernes, y porque me lo querría evitar, me voy a permitir enviarle desde aquí un mensaje a la mencionada organizadora de bodas: 
Si me lees y te arrepientes, llámame. Sería capaz hasta de perdonarte y olvidar a los piscineros alemanes con chanclas y calcetines. Y tan sólo por una horita extra más de barra libre. Gratis, claro. Siempre fui una blanda.

lunes, 11 de febrero de 2013

La primera pedrada, en todo el ojo


De eso que un día, no se sabe cómo aunque sí el porqué, decidís dar un paso más en vuestra relación y casaros. Y no, no sabes la que se te viene encima. Todo te parece maravilloso cuando se lo anuncias a tus padres, a tu suegra, a cuñados y demás familia. Todo te sigue pareciendo estupendo cuando te imaginas vestida de novia, viendo a tu futuro marido esperándote, tan guapo él, para daros el sí quiero.

El mundo rosa sigue en niveles máximos cuando hablas con tus amigas sobre el futuro día más feliz de tu vida. Algunas de ellas, con la experiencia a sus espaldas de haber organizado una boda, alaban tu capacidad y la suerte que has tenido de haber conseguido fecha de boda en una de las mejores iglesias de la provincia de Barcelona, con una gran lista de espera, y que encima hayas encontrado restaurante disponible a la primera. “No busquéis más restaurantes”, me decía la mayoría, “si os ha gustado y os ofrece todo lo que pedís no os lo penséis más. Firmad con ellos”. No os voy a engañar. Me vine arriba.

La vida me parecía maravillosa. Era la persona más feliz y con más baraka de la historia de la humanidad. Y, por supuesto, decidimos, entre los dos (que conste), firmar el contrato con el hotel donde celebraríamos el banquete de nuestra boda. Y desembolsar, 5 meses antes, la paga y señal (no fuera a ser que saliéramos corriendo cuando nos viéramos ante el avecinado jaleo).  Quedamos con la persona del hotel encargada de ayudarnos a organizar nuestra boda.

Éramos inmensamente afortunados. Mi novio, libra, profundamente indeciso. Servidora, también libra, muy equilibrada pero con dudas desde el momento de su nacimiento. "Un milagro", me decía a mí misma momentos antes de sentarnos a firmar. Los dos libras más indecisos de la historia de los libra y ya tenemos la mitad de la boda atada.

Pero de repente, sin casi percatarme del golpe, una pedrada destrozó el cristal rosa de las gafas con las que había estado viendo la organización de la boda. No es por presumir, pero mi futuro marido es un tipo listo, muy listo, y también muy rápido. En cuanto abrió el dossier que contenía el contrato, detectó el error.

Y ahí, en letra bien pequeñita, aparecía la hora de inicio del aperitivo previo al banquete. 20.30 horas. ERROR. "Si la ceremonia religiosa empieza a las 18.00 horas, el aperitivo debe empezar, como muy tarde, a las 20.00 horas", le comentaba mi novio. "No se puede empezar antes de las 20.30 horas", nos explicaba la chica con mucha paciencia y tacto al ver el jeto de mi futuro marido. "Es un hotel y la piscina cierra a las 20.00. Entre que quitamos las hamacas, salen los últimos clientes y demás, el jardín con el aperitivo estará montado a las 20.30 horas", añadía ella toda prudente. "Pero no os preocupéis, que entre que salís de la iglesia, que si fotos y demás, los invitados llegarán como muy pronto a las 20.00 horas. Si llegan antes de las 20.30 horas les ofrecemos una copita de cava y los sentamos en el atrio de al lado del jardín, mientras nuestro personal acaba de despejar el lugar del aperitivo".

"En otra boda no sé, pero en la mía no voy a permitir que alemanes piscineros en chanclas salgan del jardín por delante de mis invitados vestidos para la ocasión, que encima estarán viendo cómo montan el aperitivo al que van a asistir. No, no y no", sentenció mi querido libra.

Una, que conoce a su futuro maromo, sabía la que se le venía encima. La chica, que no conoce de nada al futuro maromo, también lo sabía. "En vez de firmar hoy, si queréis os lo miráis con calma esta semana y si os parece bien firmamos el viernes que viene", decía ella cautamente.

Así que nos despedimos de la chica, y se desató la tormenta. A cinco meses de la boda, no teníamos restaurante. Ni plan B. La suerte, de la que me creía dueña vitalicia, me había abandonado. Tocaba empezar a buscar de nuevo, ya con menos posibilidades que antes de encontrar un restaurante disponible, con menos paciencia y con una bronca que sólo un cristal rosa nuevo ha podido solucionar. Estoy arriba de nuevo, amigos, no desesperéis.