Sí, señores. Lo hizo. Mejor dicho: lo volvió a hacer. Me volvió a dar el
viernes. Y mira que a primera hora de la mañana todo era optimismo. Pero no. El
cabreo de los últimos viernes estaba ahí. Buscaba su espacio. Quería
protagonismo. Y lo consiguió. Como imaginarán, mi querido libra puso el resto.
Era el maldito viernes, tocaba visitar restaurantes.
A pesar de la ruta del bacalao que nos esperaba, yo estaba tranquila. A
media semana habíamos ido a ver un restaurante en pleno centro de Barcelona y
nos había encantado. Sólo faltaba que la encargada de banquetes del restaurante
nos enviara el presupuesto, aunque todo indicaba que se iba a ajustar a
nuestras demandas.
Maromo, como buen libra indeciso, siguió buscando. Y quién busca, encuentra. Y
encontró una masía, preciosa sí, pero a tomar por culo de la civilización
barcelonesa. Exactamente a una hora. Mi cabeza se negó. “Muy lejos”, le dije a
mi futuro marido. No crean que ese fue el único argumento, pero sí el más
importante. Creí haberlo convencido. Ilusa…
Fuimos a comer, como cada viernes, a casa de su madre. Allí estaban los
dos hermanos de Maromo, que compinchados con él (los muy traidores), trataron
de convencerme sobre la normalidad de celebrar la boda en el quinto coño de
Cataluña. Una, que detectó la estrategia, los escuchaba atentamente aunque
tuviera muy claro que no iba a hacer ni puñetero caso. Maromo, que conoce a su
futura mujer a la perfección, puso en sobreaviso a sus hermanos de que no
gastaran saliva, que iba a hacer lo que me saliera de los… cajones.
Dio en el clavo. Pero servidora, que además de la novia es orgullosa, negó la
mayor y aceptó ir a ver la dichosa masía. Mi querido libra, que intuía que
íbamos a ir a verla para nada porque mi cabeza ya había decidido, dijo que no.
Que a tomar por saco. Que pasaba de ir a ver más restaurantes, ni ese ni ningún
otro. “No te pongas así, cariño, llama a
la Masía que tanto te gusta para ver si está libre. Si a ti te gusta y está
bien… Y si encima tus hermanos dicen que es normal celebrar bodas en el quinto
carallo… Pues nada, habrá que verla”, le dije en tono conciliador. “Si no
puedes con el enemigo, únete a él”, pensaba para mis adentros.
Y llamó. Y estaba ocupada. Y salté de alegría (internamente, nadie lo
notó, no quería hacer leña del árbol caído). Y se enfadó. Porque me conoce e
intuía mi alegría (una es expresiva, supongo que alguna sonrisita se me escapó)
y porque sabía que me había salido con la mía. Eso fue lo que más le jodió (y
nunca lo reconocerá).
Por una vez, todo apuntaba a que me iba a llevar el gato al agua. Y esta
vez no se equivocan. El gato se mojó. Mucho. De camino al primer restaurante de
la tarde, llamó la encantadora, ésta sí, organizadora de bodas del restaurante
del centro de Barcelona. Ése en el que ya había imaginado la boda. Y todo era
perfecto. No había ningún error. Dimos media vuelta y nos fuimos, decididos, a
firmar el contrato del banquete.
Ahora sí que sí. Habíamos atado, al fin, gran parte de la boda. Teníamos
iglesia y restaurante. Y abandonábamos, definitivamente, los malditos viernes. Y
lo más importante. Me había salido con la mía, cuestión no menor para una
libra, cabezota y con mucho, mucho, orgullo.