miércoles, 6 de marzo de 2013

Vísteme despacio, que (NO) tengo prisa


He vuelto a la blogosfera. Discúlpenme ustedes. Tienen toda la razón del mundo mundial. Los tenía absolutamente abandonados. Por si no lo sabían, éste es el mayor defecto de los que somos libra. Empezamos mil proyectos, mil historias y pocas veces acabamos alguna. Qué le vamos a hacer. Es mejor asumirlo. Somos unos completos desastres. Muy equilibrados, me dirán mientras me fustigo, pero somos el ejemplo vivo de mucho abarcar y poco apretar.

Pero bien, ahora sí, con los perdones pedidos, déjenme que me excuse un poco. Llevo dos semanas en las que la palabra que más he escuchado y pronunciado, con diferencia, es “boda”. De hecho, creo, que he estado tan absorta preparando cosas (del casorio, naturalmente), que a día de hoy mi subconsciente y mi consciente están al borde del colapso. Hablando en plata. Que estoy hasta los c…cajones.

Pues bien, a lo que íbamos, que me despisto. Si tengo que hacer un ranking de las preguntas que más me han hecho desde que anuncié que me casaba, el primer puesto lo hubiera ganado por méritos propios “¿Y ya tienes vestido? Ves a mirar pronto, que ya vas tarde.”, me repetían, incansables.

Pero vamos a ver, por el amor de un Dios, ¿con cuánto tiempo de antelación se cree la gente que hay que ir en búsqueda de vestido? ¿2 años? No se crean, que ahora ya tengo el tema domesticado, pero de tanto repetirlo me asustaron. Así que corrí rauda y veloz a llamar a una conocida marca de vestidos de novia para que me dieran fecha y hora para probarme unos cuantos. La persona que me atendió por teléfono, muy amablemente, me recomendó que me descargara el catálogo de vestidos y que empezara a echarle un ojo para hacerme una idea sobre qué estilo me gustaba más, y de paso que seleccionara unos pocos.

E hice los deberes. Empecé mirando uno por uno. Que si colección Fashion, que si Costura, que si Glamour, que si… en fin, que los miré y remiré todos. Mmmm… Mentira. Todos no. Me abstuve de mirar la colección del diseñador de la marca. Una no es tonta y lo sabe. Esos son los más caros. Y encima tengo demasiado buen ojo, y sé que tendría que vender un riñón para enfundármelo. Y no conviene, que estoy en la flor de la vida.

Pero vaya, afortunadamente (o no) de las otras colecciones me gustaron muchos. Exactamente, 16 vestidos. “No está mal”, me dijo mi madre, “podría haber sido mucho peor. Te podrían haber gustado 40, dada tu indecisión”, añadió, tan acertada siempre.

Me gustaban 16, sí. Pero todos del mismo estilo. Y había un par que me atraían especialmente y sabía que me iban a quedar bien.

Llegó el día. Y allá que nos fuimos mi madre, dos pacientes amigas y servidora de prueba de vestido. Muy a lo Pretty Woman, incluida copa de cava. Toda una aventura. La buena chica que nos atendió apuntó con esmero la retahíla de vestidos que había elegido probarme. Me metió en un probador gigante (ríase usted de los de Inditex), me puso un cancán y empezó a traer vestidos. Los dos primeros, los que más me habían gustado mirando catálogo. Y no, no me quedaban nada mal, todo lo contrario. Me sentaban, modestia aparte, estupendamente. Pero una, que es perfeccionista en extremo, empezó a sacar defectos. El primero, precioso visto en fotografía, pecaba de exceso de pedrería. Y sé que no lo saben, pero se lo digo desde ya. Odio la pedrería. Y el vestido era demasiado brillante, casi rozando lo hortera (bueno, que no se me ofenda nadie, es una cuestión de gustos). El segundo me gustó mucho más. Aunque también le encontré el defecto. Era demasiado sencillo. También en exceso.

Decidí seguir probándome mis otras opciones. Y a cada vestido que me probaba, peor. Acabé con los 16, y elegí unos cuántos más. Esta vez, ya sin criterio. ¿Lo que hablábamos de la saturación? Pues eso. De aquellos barros, estos lodos. Demasiada elección para una libra. Empecé a mirar otros estilos, y cuantos más me probaba, menos podía decidirme.

Después de levantar unas 60 veces los brazos (30 para ponerme el vestido, 30 para quitármelo), la chica (que no sé ni cómo no perdió conmigo la paciencia, se nota que están entrenadísimas) me pidió que la esperara 5 minutos que iba a ir al almacén a traerme un vestido que creía que podía ser de mi estilo. Volvió, levanté de nuevo los brazos, me enchufó el vestido y… Voilà. Psicología en estado puro. Era mi vestido. Era el vestido. Y por si se lo preguntan, no, no estuvo jamás entre mis elegidos, y les juro que le di 100 vueltas al catálogo.

Después de probarme 31 vestidos, lo había visto clarísimo. Salí del probador con mi vestido. Mi madre poco más y llora. Mis siempre pacientes amigas, también. Era un milagro. Había elegido. Tan sólo llevábamos en la tienda cuatro horas, 240 minutillos de nada.

“No corras tanto”, me dijo la dependienta, “tienes que elegir velo”. Y noooooo, tranquilícense, que lo del velo no da para otro post, menos mal. Lo elegí a la primera. Me probé el kit completo y ahí que me vi, entrando del brazo de mi padre en la iglesia. Juro que hasta me entró un escalofrío. Me vi del todo auténtica.

Y no, señoras, la respuesta es no. No llegaba tarde a mirar vestido. Iba, como me dijo la dependienta, muy bien de tiempo. Así que desde aquí les digo a las que están pensando en casarse que no se me estresen. Que el “vísteme despacio, que tengo prisa” no vaya con ustedes. Con cuatro meses de antelación hay suficiente para mirar, remirar, probarse tres decenas de vestidos y encontrar el suyo. Si yo lo he conseguido siendo libra, para ustedes es coser y cantar. 

Desde ya les informo que la próxima prueba de vestido toca a mediados de abril. Ese día debo tener en mi poder la ropa interior y los zapatos que me pondré el día del bodorrio. Y les confieso que en tema zapatos voy muy muy perdida, por lo que auguro que el tema dará para una o más entradas de blog.

Tengan paciencia conmigo. Les aseguro que sólo me pienso casar una vez. Palabra de libra.

martes, 26 de febrero de 2013

Malditos viernes


Sí, señores. Lo hizo. Mejor dicho: lo volvió a hacer. Me volvió a dar el viernes. Y mira que a primera hora de la mañana todo era optimismo. Pero no. El cabreo de los últimos viernes estaba ahí. Buscaba su espacio. Quería protagonismo. Y lo consiguió. Como imaginarán, mi querido libra puso el resto. Era el maldito viernes, tocaba visitar restaurantes.

A pesar de la ruta del bacalao que nos esperaba, yo estaba tranquila. A media semana habíamos ido a ver un restaurante en pleno centro de Barcelona y nos había encantado. Sólo faltaba que la encargada de banquetes del restaurante nos enviara el presupuesto, aunque todo indicaba que se iba a ajustar a nuestras demandas.

Maromo, como buen libra indeciso, siguió buscando. Y quién busca, encuentra. Y encontró una masía, preciosa sí, pero a tomar por culo de la civilización barcelonesa. Exactamente a una hora. Mi cabeza se negó. “Muy lejos”, le dije a mi futuro marido. No crean que ese fue el único argumento, pero sí el más importante. Creí haberlo convencido. Ilusa…

Fuimos a comer, como cada viernes, a casa de su madre. Allí estaban los dos hermanos de Maromo, que compinchados con él (los muy traidores), trataron de convencerme sobre la normalidad de celebrar la boda en el quinto coño de Cataluña. Una, que detectó la estrategia, los escuchaba atentamente aunque tuviera muy claro que no iba a hacer ni puñetero caso. Maromo, que conoce a su futura mujer a la perfección, puso en sobreaviso a sus hermanos de que no gastaran saliva, que iba a hacer lo que me saliera de los… cajones.

Dio en el clavo. Pero servidora, que además de la novia es orgullosa, negó la mayor y aceptó ir a ver la dichosa masía. Mi querido libra, que intuía que íbamos a ir a verla para nada porque mi cabeza ya había decidido, dijo que no. Que a tomar por saco. Que pasaba de ir a ver más restaurantes, ni ese ni ningún otro.  “No te pongas así, cariño, llama a la Masía que tanto te gusta para ver si está libre. Si a ti te gusta y está bien… Y si encima tus hermanos dicen que es normal celebrar bodas en el quinto carallo… Pues nada, habrá que verla”, le dije en tono conciliador. “Si no puedes con el enemigo, únete a él”, pensaba para mis adentros.

Y llamó. Y estaba ocupada. Y salté de alegría (internamente, nadie lo notó, no quería hacer leña del árbol caído). Y se enfadó. Porque me conoce e intuía mi alegría (una es expresiva, supongo que alguna sonrisita se me escapó) y porque sabía que me había salido con la mía. Eso fue lo que más le jodió (y nunca lo reconocerá).

Por una vez, todo apuntaba a que me iba a llevar el gato al agua. Y esta vez no se equivocan. El gato se mojó. Mucho. De camino al primer restaurante de la tarde, llamó la encantadora, ésta sí, organizadora de bodas del restaurante del centro de Barcelona. Ése en el que ya había imaginado la boda. Y todo era perfecto. No había ningún error. Dimos media vuelta y nos fuimos, decididos, a firmar el contrato del banquete.

Ahora sí que sí. Habíamos atado, al fin, gran parte de la boda. Teníamos iglesia y restaurante. Y abandonábamos, definitivamente, los malditos viernes. Y lo más importante. Me había salido con la mía, cuestión no menor para una libra, cabezota y con mucho, mucho, orgullo.


miércoles, 13 de febrero de 2013

Han ganado los piscineros


Juro que teníamos esperanza. Lo juro. La teníamos. “Que no cariño, que el hotel no va a perder el pastón que vamos a pagar por el banquete por no cerrar media horita antes la piscina a cuatro parejas de alemanes piscineros”, le insistía yo a mi maromo. Aunque pensándolo bien, él ya me miraba con el ceño fruncido. Así que disculpen, rectifico. La esperanza sólo la conservaba yo. Estaba absolutamente convencida de que en época de crisis un hotel no iba a dejar escapar un suculento banquete para 150 personas.

Como habrán intuido, me equivocaba. Profundamente. Aunque no lo expliqué en el anterior post, la encargada de organizar la boda, en el hotel que no he mencionado por no hundirles el negocio (aunque se lo merecen y mucho, ¿no les parece?), nos tranquilizó, o lo intentó, asegurándonos que consultaría con dirección la posibilidad de cerrar treinta minutos antes la piscina. “No les garantizo que lo consiga, pero haré todo lo posible”, explicaba la dulce wedding planner (perdónenme, en momentos de estrés me pongo de un moderno insoportable). “El martes le llamo y le digo algo”, dijo mirando a los ojos de mi contrariado novio.

Y llegó el martes. Pero no llamó (la muy cobarde). Ni tan siquiera se atrevió a enviarle un e-mail a mi querido libra. Me lo envió a mí. Yo era la blanda del grupo, siempre lo fui, hasta ella lo había notado. No les voy a copiar el desafortunado e-mail, pero venía a decir lo siguiente: lo sentimos mucho, pero no vamos a privar a los citados piscineros de los servicios que han pagado en pleno mes de julio. De todas formas les enviamos el contrato por si todavía les interesa.

Y se quedó tan ancha. ¿Hace falta que les diga dónde acabó el e-mail que contenía el contrato? Por si aún les queda alguna duda, les indico que no fue en la papelera. Fue en la carpeta de SPAM. Me han hecho daño, entiéndanlo. Y ha pasado un día y me sigue doliendo. No me digan ustedes, no es para menos. Los alemanes piscineros con chanclas y calcetines les importan más que una feliz pareja de inocentes casaderos.

Así que no señores, no. No hemos avanzado nada desde la tormenta del pasado viernes. Todo ha empeorado. Y encima han tocado mi orgullo y disparado mi mala leche.

El viernes nos toca maratón de visitas a restaurantes varios. Pero ya se lo aviso. Escoger restaurantes se está convirtiendo en mi peor pesadilla, sueño hasta con ello. Y cada noche, se lo prometo. Por el bienestar de mi salud mental deseo que sólo nos guste uno de los ocho hoteles/restaurantes con los que mi apreciado futuro marido ha tenido a bien contactar. Aunque ya lo sabrán, no está de más recordarlo. Somos libras. Los dos. Indecisos, mucho. Y ahora también con el orgullo tocado por una banda de piscineros con calcetines y chanclas. 

Por todo lo que se me avecina este viernes, y porque me lo querría evitar, me voy a permitir enviarle desde aquí un mensaje a la mencionada organizadora de bodas: 
Si me lees y te arrepientes, llámame. Sería capaz hasta de perdonarte y olvidar a los piscineros alemanes con chanclas y calcetines. Y tan sólo por una horita extra más de barra libre. Gratis, claro. Siempre fui una blanda.

lunes, 11 de febrero de 2013

La primera pedrada, en todo el ojo


De eso que un día, no se sabe cómo aunque sí el porqué, decidís dar un paso más en vuestra relación y casaros. Y no, no sabes la que se te viene encima. Todo te parece maravilloso cuando se lo anuncias a tus padres, a tu suegra, a cuñados y demás familia. Todo te sigue pareciendo estupendo cuando te imaginas vestida de novia, viendo a tu futuro marido esperándote, tan guapo él, para daros el sí quiero.

El mundo rosa sigue en niveles máximos cuando hablas con tus amigas sobre el futuro día más feliz de tu vida. Algunas de ellas, con la experiencia a sus espaldas de haber organizado una boda, alaban tu capacidad y la suerte que has tenido de haber conseguido fecha de boda en una de las mejores iglesias de la provincia de Barcelona, con una gran lista de espera, y que encima hayas encontrado restaurante disponible a la primera. “No busquéis más restaurantes”, me decía la mayoría, “si os ha gustado y os ofrece todo lo que pedís no os lo penséis más. Firmad con ellos”. No os voy a engañar. Me vine arriba.

La vida me parecía maravillosa. Era la persona más feliz y con más baraka de la historia de la humanidad. Y, por supuesto, decidimos, entre los dos (que conste), firmar el contrato con el hotel donde celebraríamos el banquete de nuestra boda. Y desembolsar, 5 meses antes, la paga y señal (no fuera a ser que saliéramos corriendo cuando nos viéramos ante el avecinado jaleo).  Quedamos con la persona del hotel encargada de ayudarnos a organizar nuestra boda.

Éramos inmensamente afortunados. Mi novio, libra, profundamente indeciso. Servidora, también libra, muy equilibrada pero con dudas desde el momento de su nacimiento. "Un milagro", me decía a mí misma momentos antes de sentarnos a firmar. Los dos libras más indecisos de la historia de los libra y ya tenemos la mitad de la boda atada.

Pero de repente, sin casi percatarme del golpe, una pedrada destrozó el cristal rosa de las gafas con las que había estado viendo la organización de la boda. No es por presumir, pero mi futuro marido es un tipo listo, muy listo, y también muy rápido. En cuanto abrió el dossier que contenía el contrato, detectó el error.

Y ahí, en letra bien pequeñita, aparecía la hora de inicio del aperitivo previo al banquete. 20.30 horas. ERROR. "Si la ceremonia religiosa empieza a las 18.00 horas, el aperitivo debe empezar, como muy tarde, a las 20.00 horas", le comentaba mi novio. "No se puede empezar antes de las 20.30 horas", nos explicaba la chica con mucha paciencia y tacto al ver el jeto de mi futuro marido. "Es un hotel y la piscina cierra a las 20.00. Entre que quitamos las hamacas, salen los últimos clientes y demás, el jardín con el aperitivo estará montado a las 20.30 horas", añadía ella toda prudente. "Pero no os preocupéis, que entre que salís de la iglesia, que si fotos y demás, los invitados llegarán como muy pronto a las 20.00 horas. Si llegan antes de las 20.30 horas les ofrecemos una copita de cava y los sentamos en el atrio de al lado del jardín, mientras nuestro personal acaba de despejar el lugar del aperitivo".

"En otra boda no sé, pero en la mía no voy a permitir que alemanes piscineros en chanclas salgan del jardín por delante de mis invitados vestidos para la ocasión, que encima estarán viendo cómo montan el aperitivo al que van a asistir. No, no y no", sentenció mi querido libra.

Una, que conoce a su futuro maromo, sabía la que se le venía encima. La chica, que no conoce de nada al futuro maromo, también lo sabía. "En vez de firmar hoy, si queréis os lo miráis con calma esta semana y si os parece bien firmamos el viernes que viene", decía ella cautamente.

Así que nos despedimos de la chica, y se desató la tormenta. A cinco meses de la boda, no teníamos restaurante. Ni plan B. La suerte, de la que me creía dueña vitalicia, me había abandonado. Tocaba empezar a buscar de nuevo, ya con menos posibilidades que antes de encontrar un restaurante disponible, con menos paciencia y con una bronca que sólo un cristal rosa nuevo ha podido solucionar. Estoy arriba de nuevo, amigos, no desesperéis.