He vuelto a la blogosfera. Discúlpenme ustedes. Tienen toda la razón del
mundo mundial. Los tenía absolutamente abandonados. Por si no lo sabían, éste
es el mayor defecto de los que somos libra. Empezamos mil proyectos, mil
historias y pocas veces acabamos alguna. Qué le vamos a hacer. Es mejor
asumirlo. Somos unos completos desastres. Muy equilibrados, me dirán mientras
me fustigo, pero somos el ejemplo vivo de mucho abarcar y poco apretar.
Pero bien, ahora sí, con los perdones pedidos, déjenme que me excuse un
poco. Llevo dos semanas en las que la palabra que más he escuchado y
pronunciado, con diferencia, es “boda”. De hecho, creo, que he estado tan
absorta preparando cosas (del casorio, naturalmente), que a día de hoy mi subconsciente
y mi consciente están al borde del colapso. Hablando en plata. Que estoy hasta
los c…cajones.
Pues bien, a lo que íbamos, que me despisto. Si tengo que hacer un
ranking de las preguntas que más me han hecho desde que anuncié que me casaba,
el primer puesto lo hubiera ganado por méritos propios “¿Y ya tienes vestido?
Ves a mirar pronto, que ya vas tarde.”, me repetían, incansables.
Pero vamos a ver, por el amor de un Dios, ¿con cuánto tiempo de antelación
se cree la gente que hay que ir en búsqueda de vestido? ¿2 años? No se crean, que
ahora ya tengo el tema domesticado, pero de tanto repetirlo me asustaron. Así
que corrí rauda y veloz a llamar a una conocida marca de vestidos de novia para
que me dieran fecha y hora para probarme unos cuantos. La persona que me atendió
por teléfono, muy amablemente, me recomendó que me descargara el catálogo de
vestidos y que empezara a echarle un ojo para hacerme una idea sobre qué estilo
me gustaba más, y de paso que seleccionara unos pocos.
E hice los deberes. Empecé mirando uno por uno. Que si colección
Fashion, que si Costura, que si Glamour, que si… en fin, que los miré y remiré
todos. Mmmm… Mentira. Todos no. Me abstuve de mirar la colección del diseñador
de la marca. Una no es tonta y lo sabe. Esos son los más caros. Y encima tengo
demasiado buen ojo, y sé que tendría que vender un riñón para enfundármelo. Y
no conviene, que estoy en la flor de la vida.
Pero vaya, afortunadamente (o no) de las otras colecciones me gustaron
muchos. Exactamente, 16 vestidos. “No está mal”, me dijo mi madre, “podría
haber sido mucho peor. Te podrían haber gustado 40, dada tu indecisión”, añadió,
tan acertada siempre.
Me gustaban 16, sí. Pero todos del mismo estilo. Y había un par que me atraían
especialmente y sabía que me iban a quedar bien.
Llegó el día. Y allá que nos fuimos mi madre, dos pacientes amigas y
servidora de prueba de vestido. Muy a lo Pretty Woman, incluida copa de
cava. Toda una aventura. La buena chica que nos atendió apuntó con esmero la retahíla
de vestidos que había elegido probarme. Me metió en un probador gigante (ríase
usted de los de Inditex), me puso un cancán y empezó a traer vestidos. Los dos
primeros, los que más me habían gustado mirando catálogo. Y no, no me quedaban
nada mal, todo lo contrario. Me sentaban, modestia aparte, estupendamente. Pero
una, que es perfeccionista en extremo, empezó a sacar defectos. El primero,
precioso visto en fotografía, pecaba de exceso de pedrería. Y sé que no lo
saben, pero se lo digo desde ya. Odio la pedrería. Y el vestido era demasiado
brillante, casi rozando lo hortera (bueno, que no se me ofenda nadie, es una
cuestión de gustos). El segundo me gustó mucho más. Aunque también le encontré
el defecto. Era demasiado sencillo. También en exceso.
Decidí seguir probándome mis otras opciones. Y a cada vestido que me
probaba, peor. Acabé con los 16, y elegí unos cuántos más. Esta vez, ya sin
criterio. ¿Lo que hablábamos de la saturación? Pues eso. De aquellos barros,
estos lodos. Demasiada elección para una libra. Empecé a mirar otros estilos, y
cuantos más me probaba, menos podía decidirme.
Después de levantar unas 60 veces los brazos (30 para ponerme el
vestido, 30 para quitármelo), la chica (que no sé ni cómo no perdió conmigo la
paciencia, se nota que están entrenadísimas) me pidió que la esperara 5 minutos
que iba a ir al almacén a traerme un vestido que creía que podía ser de mi
estilo. Volvió, levanté de nuevo los brazos, me enchufó el vestido y… Voilà.
Psicología en estado puro. Era mi vestido. Era el vestido. Y por si se lo
preguntan, no, no estuvo jamás entre mis elegidos, y les juro que le di 100
vueltas al catálogo.
Después de probarme 31 vestidos, lo había visto clarísimo. Salí del
probador con mi vestido. Mi madre poco más y llora. Mis siempre pacientes
amigas, también. Era un milagro. Había elegido. Tan sólo llevábamos en la
tienda cuatro horas, 240 minutillos de nada.
“No corras tanto”, me dijo la dependienta, “tienes que elegir velo”. Y
noooooo, tranquilícense, que lo del velo no da para otro post, menos mal. Lo
elegí a la primera. Me probé el kit completo y ahí que me vi, entrando del
brazo de mi padre en la iglesia. Juro que hasta me entró un escalofrío. Me vi
del todo auténtica.
Y no, señoras, la respuesta es no. No llegaba tarde a mirar vestido.
Iba, como me dijo la dependienta, muy bien de tiempo. Así que desde aquí les digo
a las que están pensando en casarse que no se me estresen. Que el “vísteme
despacio, que tengo prisa” no vaya con ustedes. Con cuatro meses de antelación
hay suficiente para mirar, remirar, probarse tres decenas de vestidos y
encontrar el suyo. Si yo lo he conseguido siendo libra, para ustedes es coser y cantar.
Desde ya les informo que la próxima prueba de vestido toca a mediados de
abril. Ese día debo tener en mi poder la ropa interior y los zapatos que me pondré
el día del bodorrio. Y les confieso que en tema zapatos voy muy muy perdida, por
lo que auguro que el tema dará para una o más entradas de blog.
Tengan paciencia conmigo. Les aseguro que sólo me pienso casar una vez. Palabra
de libra.